Santullo encuentra en El mar sin miedo el sonido orgánico y callejero en el que mejor brilla su pluma afilada y su decir de MC tanguero, de evidente identidad arrabalera montevideana. Un disco que lo conecta con el linaje de Peyote Asesino, atravesado por los perfumes bajofonderos y un bienvenido cruce con el pop rioplatense de los maestros Jaime Roos y Jorge Galemire.
Qué: Disco (edita Bizarro)
Hay artistas, y no son muchos, a los que el paso del tiempo les sienta muy bien. No se trata de madurez –vaya concepto resbaladizo– sino de síntesis, acumulación y, sobre todo, de afinar la intuición y el impacto de su discurso. Santullo, quien viene probando en esto de cantar-rapear-ponerle poesía a la canción desde los años noventa, cuando debutó en Montevideo como frontman de El Peyote Asesino (que editó el muy buen disco Terraja, producido por Gustavo Santaolalla), se mandó un nuevo trabajo en solitario, titulado El mar sin miedo, que lo muestra en el mejor momento de su carrera. El camino no fue fácil, para alguien que debió acostumbrarse a los exilios, a los desarraigos: nació en Montevideo, siendo niño su familia debió emigrar a México por motivos políticos, y regresó a la capital uruguaya siendo adolescente, para volver a irse –por asuntos económicos y existenciales– en el año 2000, fijando residencia en Castelldefells. La distancia no le impidió seguir conectado con la escena musical rioplatense. Volvió a las grabaciones con Bajofondo presenta a Santullo (2009), un muy buen primer álbum solista que sin embargo se le volvió incómodo a la hora de regresar a los escenarios: sintió fría su esencia electrónica, por lo que sus próximos pasos tuvieron que ver con formar una banda para rehacer arreglos y recuperar la química de viejas páginas que había escrito para Peyote y Kato. Entonces, lo del principio: la síntesis, el mejor Santullo y un gran disco –El mar sin miedo– en el que se saca las ganas de escribir una obra en la que reaparece el MC, esta vez al frente de una banda montevideana con mucho funk, que sabe a calle, que no le teme a meter un violín tanguero o guitarras que llevan directo a las calles musicales de Jaime Roos o remiten al pop de Sordromo, cruzarse con el tiempo de un reggaeton o más cercanos ecos murgueros. Santullo tiene, además, el secreto del letrista que acierta, que en un latiguillo puede concentrar sus conflictos y volverlos colectivos. «La ciudad se derrumba y yo cantando/ Estoy meando afuera de la escupidera/ Estoy zafando de mala manera/ Meto la pata, caigo en la carrera de ratas/ Pago mis deudas y tengo claro/ Bien claro/ Que la humedad es lo que mata». El mar sin miedo es uno de los álbumes más honestamente montevideanos de los últimos años, construido en la paradoja de la distancia, en una no tan lejana relación con aquellos primeros discos de un tal Roos compuestos y grabados entre Amsterdam y París.