Infancia sin almíbar. Los primeros tragos de hiel. Tonterías, las justas. Gracia echa la vista hacia un atrás compartido por toda una generación desde el arrabal urbano; lo hace con una mezcla de ira y liberación, a través de los cuatro ojos del Gafarras y su visión de culo de vaso.
Qué: Libro (edita Candaya)
Para sobrevivir en la jungla del asfalto no hacen falta muchas armas. Conseguirlo en los bordes marginales de esa jungla, con lo peor de la industrialización entrelazado con la parte nada bucólica de las lindes rurales, es mucho más complejo. Hay que atravesar campos minados sin refugios a la vista, amparado en ciertos ritos, mucha observación y piernas ligeras. En el Campo rojo, que Ángel Gracia emparenta con Marte, apura su ocio la banda preadolescente del Farute (el chulito del barrio en argot aragonés, que delata la procedencia del autor) con un menú de actividades que incluye pegamento, castigos militares y búsqueda de la segunda base con las chicas. El Gafarras, estudioso oficial del colegio, es un superviviente asolado por el maltrato: ha aprendido (en segunda y tercera persona: ambas se alternan con en la narración) a convertir sus pasos cotidianos en un ritual de escapismo, que matiza canalizando su rabia en acciones vindicantes puntuales y refugiándose en la imaginación que fomentan sus lecturas. El ojo rebelde que ha torturado al Gafarras desde siempre, alimentando sus complejos, demuestra su capacidad para enfocarse y ver más allá de las tres dimensiones, algo que se demuestra en pasajes como el que sigue: «Los edificios se tambalean, se resquebrajan, preparados para caer. El convoy militar atraviesa tu barrio. Para invadirlo no necesita disparar ni bombardear. Es el ruido del fin del mundo».
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