Sale a la luz el vehículo perfecto para efectuar un acercamiento a la poesía de este mallorquín intergeneracional, y entender un poco el porqué de esa pasión que provoca en sus pares, amén de aturdir con su mezcla de colores a esa creciente masa de seguidores que le acompaña.
Agustín Fernández Mallo es físico y domina la métrica. Es poeta y sabe de memoria que la velocidad es constante si su módulo y dirección no cambian a través del tiempo: los humanos sin ese perfil lo buscan en Google. Es joven, pero ha trotado lo suficiente para publicar una antología de su obra, que trasciende la poesía desde hace algunos años gracias a un puñado de espitosas novelas. Sus pares lo quieren: le dicen aquello tan bonito de «si tú me dices Venn, te subconjunto», una frase más propia de diagramas que de humanos; en su caso, el aprecio engloba el respeto profesional, algo que no ocurre todos los días. Citan a Pound como un referente de su estilo, pero él prefiere situarse en el centro de muy diversas corrientes estéticas y éticas, desde Cioran al Equipo A o los chicles de fresa ácida. Mallo es un matraz, y su poesía pasa de lo terroso a lo níveo en un par de golpes de minipimer: es vibrante sin ponerse al trote, certero sin apuntar, un lanzador de puñales submarinos que el sónar orienta dulcemente hacia un objetivo múltiple: almas ahítas de morralla y oropel, ávidas por tanto de pasión y belleza.