Producido por Ezequiel Kronenberg, el cuarto trabajo discográfico de Onda Vaga es una sesión de ayahuasca en medio de la selva. El quinteto de new wave criolla –Fito Páez dixit– reclama, además del baile, un poco de abstracción.
Se puede contar como se quiera, pero el debut de Onda Vaga es un clásico. Fuerte y caliente (2008) pertenece a esa estirpe de discos grabados como al pasar que capturan un clima de época: los grupos comando que, como una blitzkrieg, cruzaban Buenos Aires en solo un taxi y tomaban bibliotecas, fiestas y centros culturales. El circuito clandestino donde la ausencia de amplificación no solo sugirió las armas (guitarras criollas, cuatro, cajón, trombón, trompeta) sino también el canto colectivo.
Desde entonces, Onda Vaga intentó recapturar la frescura de su bubblegum playero. O no, más bien su público esperaba encontrar esa urgencia en cada uno de sus discos. Y si bien Espíritu salvaje y Magma elemental eran buenos y hasta muy buenos, no tenían esa cualidad como mascarón de proa.
La elección de Ezequiel Kronenberg como productor indica que, en ese aspecto, el quinteto tomó cartas en el asunto. Después de todo Kronenberg es el cirujano detrás de Tobogán al anonimato, de Manuel Onís; Un fuerte en el corazón, de Rosal y buena parte de la obra de Lucas Martí: discos hondos y de largo aliento, concienzudamente de estudio. IV es, en ese sentido, un salto de madurez.
El quinteto no abandona la rumba ni la libido, pero todas las canciones parecen brotar de una sesión de ayahuasca en medio de la selva. Los arreglos cinematográficos de La maga o la zambita metafísica del final reclaman una cierta abstracción. No como un ejercicio intelectual, sino como un acto de entrega. «Si lo pienso, no lo canto –dicen en Ritmo al día. Si lo canto, siento renacer».