Presentado como una «Diáspora en dos actos», Anda es un viaje alucinado en el tiempo y en el espacio en busca del origen del tango: desde la Gnossienne de Satie hasta un inédito fechado ayer nomás. Daniel Melingo, el «ilustre croto», regresa con las manos llenas de oro negro.
A finales del Siglo XX, cuando el tango estaba encallado en una postal de La Boca, Daniel Melingo se metió en la nave porteña por la ventana. Aunque lucía exactamente como uno, no era un polizón. Si bien buena parte del público argentino lo conocía por su paso por Los Twist, Los Abuelos de la Nada y la banda de Charly García, sus credenciales tangueras incluían una infancia cercana a Edmundo Rivero, tíos músicos y bailarines y las letras de Luis Alposta.
Desde entonces empezó a respirar dentro del tango y, como el célebre pez de Tim Burton, expandió los límites de la pecera. Primero fatigó las orillas con tangos carcelarios y, poco a poco, sofisticó su ensamble sin perder una nota de humor y barro. Después de todo, como define el propio Melingo, el tango es «una música de cámara pasada por estas cloacas». Con su título bíblico y su gráfica trashumante, Anda lleva todo aún más lejos.
Presentado como una «Diáspora en dos actos», el disco es la gran travesía del «ilustre croto» interpretado por Melingo. Un viaje alucinado que se extiende en el tiempo (desde la Gnossienne, de 1892, hasta el Espiral, fechado ayer nomás) y en el espacio (desde Buenos Aires a Japón, con paradas en tierras normandas, derviches y un bosque de la China) en busca del origen del tango. La escucha, por otro lado, puede prescindir de la carga conceptual. En ese caso –y en todos los otros– es un goce de orden poético.