Un símbolo. Una artista. Una mujer. El documental refleja todas esas realidades en partes alícuotas, porque no las diferencia. La voz de la protagonista, registrada en un momento catártico de su vida, se abraza a las de diversos testigos de su historia, la de Chavela, la inabarcable.
Chavela fue y es. Venció a la muerte muriendo, con su figura rediviva, ocupando el sitial que mereció el talento y el coraje que presidieron una vida de película. Es curioso que la protagonista de semejante drama existencial haya iluminado tantos corazones, y es que el efecto balsámico de las lágrimas sigue siendo infalible cuando se es capaz de controlar las dosis.
La vida de Chavela Vargas fue lorquiana, una pionera en la ética y la estética desde el corazón de América, una musa en el otoño de sus días para gente como Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Martirio, la escritora y activista Betty Carol Sellen, la pareja formada por las artistas Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe o la diseñadora Elena Benarroch.
Chavela, que duró 93 años entre nosotros y falleció hace un lustro, fue una luchadora que alzó la cabeza en defensa de un discurso libre sobre algo tan íntimo y, a la vez, tan complejo como la preferencia sexual: lesbiana cuando no se podía decir en voz alta, y respetuosa a la vez con la identidad de sus amantes que no querían poner un pie fuera del armario.
Un alma herida, ahogada en alcohol durante demasiados años hasta convertir en ominosas décadas enteras, que cantaba con idéntica pasión al amor y el desamor, sacando de adentro y materializando en poesía todo lo que no captan los sentidos.
La tica más mexica, la conversadora fértil que, también desde el humor, hablaba desde los pliegues del alma: lejos de solazarse en el desgarro, este filme equilibra la balanza con el tono fresco, casi jovial de una Chavela de 71 años empeñada en salir adelante, justo antes de que su mudanza a España le devolviera la gloria y la reverencia de otros creadores.
