Después del viaje hacia la fuente acústica, Nacho Rodríguez (Onda Vaga) se electrifica para su debut como solista. El resultado está en algún sitio entre Chet Baker, el último Caetano Veloso y la tradición libertaria del primer rock argentino.
Spoiler alert. Aunque uno de sus combustibles es el amor conyugal, este viaje termina en la soledad metafísica del Cerro Colorado. Allí, entre el arroyo de los Molles y la huella de los comechingones, Nacho Rodríguez invoca el fantasma de Atahualpa Yupanqui sobre el bombo legüero y una guitarra eléctrica. Es una suerte de western serrano por el que Ry Cooder sería capaz de entregar dos o tres de sus Grammys.
Para su primer disco oficial como solista, el fundador de Doris y Onda Vaga expandió la formación de sus Caracoles: una selección del under porteño integrada por Alvy Singer (bajo), Faca Flores (batería), Ezequiel Borra (guitarra eléctrica), Juanfa Suarez (trompeta) y Manuel Toyos (piano y Rhodes).
Esto, sin embargo, ya no es rock. Al menos, en los términos que proponen el mercado y los festivales. Después del viaje hacia la fuente acústica y primordial, Nacho Rodríguez modificó la composición molecular de su canción y ahora tiene entre manos esta música en algún sitio entre Chet Baker, el último Caetano Veloso y la tradición libertaria del primer rock argentino.
Como autor, Rodríguez es cosa muy seria. Tiene melodía, humor, su honestidad no condesciende al sentimentalismo y, en sus mejores momentos, logra ser tan hondo como liviano. Incluso aquellos ejercicios de composición (una canción basada en textos del Tao Te King, la musicalización del anuncio callejero de un gato perdido) fluyen como agua de manantial. Por lo demás, parece quedar claro que La destrucción total no es exactamente un apocalipsis: es una develación. Frente a nuestras narices, se abre el precipicio de la verdad.
No hay ningún problema: «aquí, el abismo es nuestro hermano».
