Cuatro años son muchos para un creador. A veces, empero, son beneficiosos. El artista esponja (caso de Bunbury) puede incorporar más experiencias personales y profesionales a la factura de su nueva obra. En el caso del aragonés, se garantizan siempre un par de tonificantes volteretas estilísticas. Habemus temazos: unos cuantos, además.
Los cuatro años transcurridos desde la aparición de Palosanto han tenido un efecto interesante en el nuevo trabajo de Enrique Bunbury. Acostumbrado al estajanovismo, el aragonés ha visto como el Unplugged de MTV y la compilación de sus rarezas y colaboraciones (junto con las giras) le robaban demasiada luz a la hora de trabajar nuevas canciones.
Así y todo, parece que le rindieron las arrancadas y parones, los versos alumbrados en el bus y las noches en vela. Con el arropo de Ramón Gacías y el resto de Los Santos Inocentes, las sesiones de grabación en el Sonic Ranch de Tornillo volvieron a alinear los astros. De todo ello brotó el Bunbury más afilado y oscuro; en ocasiones, también brotó su versión más tierna; entrega ahora al cosmos once canciones que recogen cincuenta años de vida, algo más de tres décadas en los escenarios y la convicción profunda de que la morriña nunca es una opción.
Para facturar en 2017 una canción como Lugares comunes, frases hechas hace falta jeta de la buena: un viaje poppie con latigazos de canción protesta, ahí queda eso. La gran virtud de Bunbury al musicar su poesía es la falta absoluta de prejuicios; ni se aleja de su zona de confort ni se aferra a ella. Sabe tratar cada canción de modo individual y, en un concepto que ya no se maneja mucho, dotar a toda la producción de una cadencia conceptual anímica, coherente; vamos, que sigue siendo interesante oír el disco entero en el orden previsto por su artesano.
En Expectativas hay himnos instantáneos a diferentes revoluciones, como La actitud correcta, Al filo de un cuchillo, la arrebatadora Cuna de Caín o La constante. Hay rabia, amargura, rayos de luz y placer a la hora de solazarse en el lado oscuro de la luna. Y también temas como Bartleby, que quizá no generen un alzamiento masivo de brazos o bosques de móviles con la linterna encendida en los conciertos (ay, los mecheros) pero sí mejoren viajes en carretera o trotes por el parque. De todo hay. Ah, y conviene no soslayar el saxo de Santi del Campo, ora encabalgado entre dos versos, ora decorando los rincones más oscuros de las canciones. Fichajazo.