Señorita María, la falda de la montaña, el nuevo documental de Rubén Mendoza, reafirma el carácter incómodo y atrevido del realizador colombiano. Merecedor del premio a Mejor Director en Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias en 2017, escudriña en la vida de una mujer trans que habita en el corazón de las tinieblas.
En el centro de la cordillera oriental de los Andes colombianos, a 330 kilómetros de Bogotá, queda Boavita, un municipio del departamento de Boyacá, profundamente tradicional y católico, y tristemente célebre por ser la cuna de los chulavitas, grupo armado al servicio del gobierno conservador a mediados del Siglo XX y uno de los gérmenes del largo conflicto colombiano. Entre la espesura de los montes de Boavita y la penumbra del rigor religioso, a dos horas de la cabecera municipal, vive María Luisa Fuentes Burgos, o como le gusta que la llamen: la Señorita María, una campesina trans que a fuerza de voluntad, coraje y fe ha resistido el embate de la vida misma.
En medio de una etapa de bloqueo escribiendo la película La tierra en la lengua (2014), que a la postre sería su segundo largometraje, el director boyacense Rubén Mendoza decidió adentrarse en los caminos de Boavita para conocer a la señorita María y poder contar su historia. Lo que no sabía es que esa primera inquietud por una persona marginal, que tanto le atraen, se transformaría en fascinación por la historia de una vida que, como una flor, brotó en tierra estéril.
Tras el primer encuentro, e idas y vueltas cargadas de desconfianza y dolor, seis años después, con los sentimientos trocados en un afecto entrañable, Mendoza presenta Señorita María, la falda de la montaña. Con maestría y descarnada ternura, en medio de una geografía hermosa, el director va revelando la vida de María Luisa, el aislamiento al que fue sometida por su madre, su sufrimiento, la cotidianidad entre su rancho, su cuerpo, los animales y el pueblo, y su profunda devoción por María, la Virgen.
Como en toda su obra, Mendoza encuentra belleza en los rincones más oscuros de la realidad colombiana. Si en su documental anterior, El valle sin sombras (2015), la luz emana de los corazones de las víctimas sobrevivientes de la tragedia de Armero –el desastre natural que en 1985 arrasó con todo un municipio–; en su flamante película, es el amor el que se impone a la indiferencia, al rechazo y a la negación de lo diferente, males enquistados en esa idiosincrasia colombiana de la que muchos presumen. Aunque María anhela no quedarse sola y ser amada, su amor por la vida, esa vida dura que le tocó, es un fuego inextinguible y abrasador.