El tercer álbum del power-trio bogotano Los Pirañas se cuece en las viejas sensaciones de la adolescencia eléctrica de sus integrantes pero al fuego bajo de la experiencia acumulada; el resultado es un plato tropical psicodélico y picante en estado de ebullición constante que no se evapora.
Qué: Disco (Glitterbeat)
El 15 de diciembre de 2010, los músicos Éblis Álvarez, Mario Galeano y Pedro Ojeda se encerraron en Matik-Matik, la célebre sala de conciertos ubicada en Quinta Camacho –pleno corazón del clásico sector bogotano de Chapinero– a grabar en una larga sesión el debut de su entonces nuevo proyecto colectivo: Los Pirañas. El resultado fue impresionante: el álbum Toma tu jabón Kapax, editado en 2011, condensaba, electrificaba y actualizaba, con delirio vertiginoso, el quid de la música tropical colombiana.
Cuatro años más tarde, ya establecidos como las puntas de lanza de una suerte de movimiento sonoro y cultural conocido como «tropicalia bogotana» por cuenta de Meridian Brothers, Frente Cumbiero y Romperayo, sus bandas principales, volvieron a juntarse para grabar y editar el segundo larga duración de Los Pirañas: La diversión que hacía falta en mi país. Con guiños al Conjunto Miramar, la banda de punk Mutantex y Luis Alberto Spinetta, el trío se reafirmaba en el futuro de una música inseparable del corazón bailable de los colombianos.
Como si se tratara de una apuesta cíclica de cuatro años, Los Pirañas alumbraron su tercer álbum, que lleva por título un guiño a la educación sentimental de los colombianos: «Historia natural». Desde los años 70 del siglo pasado, Chocolatina Jet, quizás la golosina más popular en Colombia, ha incluido en sus envolturas una serie de cromos coleccionables a todo color. La más querida y recordada por los niños y jóvenes que crecieron en los años 80 y 90 es, precisamente, «Historia natural», un álbum que, en quinientas laminitas, ilustraba diferentes conceptos y elementos de biología, geografía, geología, astrología y prehistoria.
La vida silvestre y salvaje retratada en aquel álbum de cromos, traído de vuelta por Los Pirañas, se descubre desde la portada misma, una obra de Mateo Rivano, el cronista plástico de la ya mentada «tropicalia bogotana». En lugar de un tigre rugiendo, aves rapaces, canarios, serpientes y monos que adornaban la portada de aquel coleccionable, Rivano se decanta por volcanes en erupción, cerros cundidos de barrios de invasión y edificios lujosos e ilegales, avionetas estatales asperjando glifosato ilegal, contaminación producto de la megaminería y el transporte público, desplazados y más desplazados internos, oleoductos dinamitados, ejércitos paramilitares y fosas comunes, en resumen, una historia que ya es natural para los colombianos; al fondo, parodiando al monte Rushmore, los rostros de Galeano, Ojeda y Álvarez le dan forma a unos cerros tutelares de algún territorio no imaginado, colombiano.
En ese juego con el pasado, las diez piezas instrumentales que le dan forma a Historia natural también funcionan como una colección de recuerdos de un trío de amigos que, desde su época escolar, y como si intercambiaran pegatinas, fueron descubriendo, compartiendo y reinterpretando músicas que después, juntos y separados, los llevaron a trazar un camino sonoro particular y novedoso, que otros empezaron a transitar al poco tiempo.
El principio rector del sonido de Los Pirañas es la libertad que provee la improvisación. Al igual que sus predecesores, Historia natural fue grabado en vivo en una sesión que reveló, una vez más, el nivel de telepatía que han alcanzado Ojeda, Galeano y Álvarez; los dos primeros han forjado una red rítmica hipnótica e inquebrantable sobre la que el último explaya su guitarra sintetizada delirante.
Cumbia caribeña y selvática, psicodelia, salsa, terapia, garaje y punk, emergen desde la experimentación y se desvanecen en diferentes momentos de un álbum críptico, cáustico y, sobre todo, tropical en temas como Te regalo una licuadora, El venado triste, Rechazados por el mundo (Pompeya), y que incluye homenajes directos y velados a Alfredo Linares en una versión hermética y minimalista de Tiahuanaco (Puerta del sol); al grunge de Seattle y el rock alternativo de Bogotá de los 90 bajo la óptica de los amigos del barrio, Palermo quizás, que se fueron dejando allí su corazón en Palermo’s grunch; y a los espíritus del spaghetti western en Llanero soledeño y el rock progresivo en Todos tenemos hogar cuyo título remite, puntualmente, al coro épico y culminante del clásico de La Máquina de Hacer Pájaros, banda argentina liderada por Charly García en los años 70, Marilyn, la cenicienta y las mujeres, estableciendo un puente inconsciente, o no, con un tiempo en el que la juventud coleccionaba cromos, escuchaba discos y veía películas.