En La muerte del hipster, Daniel Gascón continúa desgranando las desventuras de un idealista postmoderno. Tras Un hipster en la España vacía, el protagonista se enfrenta a retos aparentemente ausentes en el Aragón profundo. Un libro donde el humor es razón y excusa para colocarnos frente al espejo de nuestras virtudes y miserias.
Qué: Libro (Literatura Random House)
Qué puede ser más auténtico que el director de una revista como Letras Libres, confinado en plena pandemia en mitad de una ciudad desvalida, redactando las memorias inventadas de un potencial sosías. Y es que Daniel Gascón recuerda salir a correr con su padre por pueblos que los maestros y los médicos evitan en los concursos de traslados. Las entrañas de una España donde el amor es cuestión de estadística y la pandemia un recurso atolondrado para reconocer la distancia cualitativa entre la ciudad y el pueblo.
Daniel pudo haberse enamorado de una muchacha en el instituto y, cargado de libros y una buena fibra óptica, acabar seduciendo a todo el Maestrazgo –algo, que, aritméticamente, tampoco tiene tanto mérito– mientras escribía la gran novela española, llena de polvo, vino y periódicos que llegan con un par de días de retraso. El estanco y el cineclub, faros en la caída de la tarde, cuando se confunde noche y existencia y la cobertura decae como el ánimo que te venden los anuncios de las casas rurales.
El poso de autenticidad en la narrativa de Daniel Gascón hace de las andanzas del hipster una saga que escapa de la parodia y entra en los terrenos de la ternura. La traslación de los conflictos universales hace que no consideremos las andanzas de Enrique Notivol como una humorada, más bien como una demostración más de que los grandes espíritus de la literatura son capaces de habitar hasta los más lejanos caseríos si los edificios del centro están ocupados por fantasmas de carne y hueso.
