El zaragozano Octavio Gómez Milián ha buscado muy adentro en esta nueva voltereta de su producción literaria. De sus recuerdos, y de los que toma prestados a sus leales protagonistas, brotan historias que van dibujando las caras del teatro en quien lee. De vaivenes va la cosa, de los que mecen y no marean.
Qué: Libro (DPZ)
Dice Octavio Gómez Milián en El imperio de las luces (importantísimo, titular bien un libro, sobre todo cuando lo de dentro vale la pena) que «el mundo es solo una mancha en el espejo de un gigante, como yo soy solo una mota en la espalda del mundo», y compara la vida con una piscina con agua helada. Habla de ciclismo, boxeo y baloncesto, de Johnny Cash, y Borges, y Vicente Aleixandre, del calor de Barcelona, de Sean Kelly y Saronni, de Sender y Hopper, Alconchel de Ariza, de la tierra negra. De sus filias, desparramadas entre relatos engarzados con calculado sinsentido, que soliviantan alma y memoria con la misma intensidad.
Pintor de brocha fina, torrencial por vocación y disfrutón en el manejo de las tajaderas, cosmopueblita y bárbaro, el escritor y docente zaragozano se mueve habitualmente entre las aulas de secundaria, los escenarios de spoken word, las bailantas virtuales y los escenarios que le dibuja Román, un duro el peque en el uno contra uno a sus poquísimos años. Octavio destila estilo: cualquiera que le haya leído antes reconoce de un golpe de vista esa forma de expresión macerada durante dos décadas largas entre fanzines, columnas, poesía y anteriores introspecciones en la negrura de la noche relatora.
Algo, no obstante, ha cambiado. En esta ocasión, y sin que sirva necesariamente de precedente, Gómez Milián luce contenido. Eso no es bueno ni malo, es. El estajanovismo documental que late en su pluma asoma con tiento; ha decidido primar la narrativa y eso lleva a leerle a otro tempo, más allegro que andante. Y la verdad es que se goza la zambullida, el nado a braza, las pausas para respirar. Cuesta no identificarse con Pedro, que sufre con/por Lourdes, o no entender a Lourdes, que ya no está para tonterías, o con las tonterías, perdedoras eternas en su duelo con las tontadas. Cuesta cerrar la última página… en la esperanza, eso sí, de las nueva que vendrán.