La culpa de todo la tuvo Matador. Una canción desafiante, ska más reggae más otras mil cosas, capaz de batir en duelo al rock anglo gracias a los tambores, el saxo, la trompeta y los trombones; una locura que quitaría la cortinilla de los ojos al periodista musical Darío Manrique, entonces imberbe en materia laboral; le descubrió de golpe todo lo polimorfo, ágil, desquiciado y embrujador de la «otra» música en castellano hecha al oeste del Atlántico, la que trabaja con idéntico denuedo corazón y cerebro.
Algunas canciones cambian de significado según tu vida evoluciona y también cambia. Últimamente, me ha ocurrido con una de Los Fabulosos Cadillacs: Vos sabés (de La marcha del golazo solitario, 1999), tema de Flavio Cianciarulo sobre la belleza de la paternidad. A principios de este año fui padre y poco después, un día cualquiera, me acordé de la canción y del bonito vídeo que la acompañaba. Piel de gallina, nudo en la garganta. Sensaciones y emociones muy diferentes a las que experimenté la primera vez que escuché a Los Fabulosos Cadillacs.
Tuvo que ser en algún momento de 1993, cuando se editó en España la recopilación Vasos vacíos. En cuanto llegó a mi cerebro adolescente la poderosa batucada con la que arranca Matador, no hubo piel de gallina ni nudo emocionado en la garganta, sino sangre hirviendo. O sea, ganas de saltar, pegarle a un tambor muy fuerte y gritar aquella letra que llamaba a la insurgencia. ¿Era ese Matador un guerrillero al estilo del Ché Guevara o un buen ladrón popular del tipo Robin Hood? Qué más daba. El resto de Vasos vacíos, una recopilación de sus primeros cinco discos más alguna regrabación y un par de temas nuevos (Matador y V centenario), también me voló la cabeza. Ska, reggae, punk, salsa, dub… Un eclecticismo difícil de encontrar entre los rockeros españoles, subrayado por la sentida voz de Vicentico, letras elocuentes y una riqueza instrumental que se explicaba, al menos numéricamente, por los nueve argentinos que miraban a la cámara en la portada del CD.
Creo que con los Cadillacs sufrí por primera vez el desinterés de mis paisanos por la nueva música que venía de Latinoamérica. «¿Cómo no se daban cuenta de lo buenos que eran?», me preguntaba armado de mi más elitista actitud de mártir incomprendido. Cada vez que tenía oportunidad de poner música en una fiesta, caía Matador. Y, sí, era casi imposible que un grupo de adolescentes ebrios y con ganas de farra, alimentados con toneladas de decibelios de Rage Against The Machine o Nirvana, no bailara con semejante torpedo. Aun así, la canción no pasó de ser un hit minoritario en España. ¡Pero si hasta la revista Spin –¿o era Rolling Stone?– había dicho que era el mejor single de los últimos años! (sí, valoraba todo lo latino pero, hombre, el sello de calidad anglosajón era un plus, pensaba yo en plena posesión de mis incoherentes facultades).
«Creo que con los Cadillacs sufrí por primera vez el desinterés de mis paisanos por la nueva música que venía de Latinoamérica. “¿Cómo no se daban cuenta de lo buenos que eran?”, me preguntaba armado de mi más elitista actitud de mártir incomprendido»
A la par que el hallazgo de los Cadillacs ese año de 1993 me trajo el descubrimiento de Los Rodríguez, con su primer éxito, el hoy muy trillado Sin documentos. En Los Rodríguez existían vínculos con aquellos Tequila que adoraba en mi más tierna infancia, pero sobre todo había un cantante y compositor argentino que, ¡vaya!, también figuraba como productor en los escuetos créditos de Vasos vacíos. Era Andrés Calamaro, claro, y él y Los Fabulosos Cadillacs se convirtieron en mi puerta de entrada al riquísimo rock argentino, música orgullosa, sin complejos, proclive a la mitificación, que podía ser arriesgada pero siempre conservaba su vocación masiva… Un océano de diferencia con la gris realidad del rock español de la época, atrapado entre los restos hipercomerciales de los 80 y el comienzo del ombliguismo y la mímesis de lo anglosajón que traía el indie.
El resto de la década de los 90, cada año impar había nuevo disco de los Cadillacs, a cual más complejo y experimental. Rey azúcar (1995) me descubrió a Eduardo Galeano y Las venas abiertas de América Latina; Fabulosos Calavera (1997) trajo letras opacas y misteriosas, canciones cada vez menos directas y me acercó a Rubén Blades (si es que historias como la de Manuel Santillán, el León no lo habían hecho ya). La marcha del golazo solitario (1999) me sacudió vivamente: no entendía nada, ni las historias que ocupaban las canciones ni las propias estructuras de estas, pero poco a poco me fue absorbiendo. Hoy me sigue provocando esa extraña pero placentera sensación de las obras que te llevan a un lugar desconocido.
Me doy cuenta de que en esta recolección de mi relación con la música de Los Fabulosos Cadillacs abundan las referencias a emociones y sensaciones. Ocurre con todos nuestros grupos favoritos, claro, pero creo que es algo consustancial para todos los que en algún momento caímos embrujados por los Cadillacs, una banda con suficiente armazón intelectual para apelar al cerebro, pero que sin su conexión con la sangre y las vísceras sólo sería un buen grupo más. Vos sabés.
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