Piet Wijn y Thom Roep crearon hace cuarenta y dos años Bermudillo, el genio del hatillo, cómic sobre un gnomo gigante capaz de sacar cualquier cosa de su humilde bolsa de viaje, y resolver así todo tipo de problemas. Parecida virtud tiene un disco único, Fabulosos Calavera, rico en matices, directo a las entrañas y desbordante de pasión. El locutor de Radio 3 Ángel Carmona relata cómo se enamoró de este microsurco hasta el punto de fundirlo, como si de calcio se tratara, con sus propios huesos.
El muerto fue la primera canción que hice sonar voluntariamente en Radio 3. La primera canción de mi primer programa de Radio 3. El espacio se llamaba Océano Expreso, y pretendía unir España y América Latina en un arranque de Siglo XXI con un (paradójicamente) ancho de banda muy muy fino. Conseguía canciones de aquella manera: amigos que viajaban, tostando la oreja de Rubén Scaramuzzino de Zona de Obras… Napster empezaba a despertar el mundo de la piratería, pero también el de la posibilidad de acceder a un tesoro al otro lado del Atlántico.
Pinchar El muerto fue mi declaración de intenciones. El programa estaría abierto a géneros y ejercicios que llegaran de toda América. De California a Tierra del fuego. A lo nuevo y a lo viejo. A lo abrasivo y a lo espiritual. Para mi todo eso estaba en Fabulosos Calavera. El disco que cambió mi eje.
Lo escuché por primera vez en casa de mi amigo Mario un día de resaca. Cada uno de nosotros teníamos una manera de hacer pasta. La especialidad de Mario eran los espaguetis grasientos. Mientras contaba las neuronas que me quedaban de la noche anterior, recuerdo entrar a su casa y pellizcar pan malo en su cocina mientras echaba un poco más de aceite a la olla. En un momento, le dio al play de un casete-reproductor de CD de los de la época. Sonó El muerto.
Quedé hipnotizado.
Sólo le podía preguntar por ese disco. Supongo que lo habría comprado por aquel célebre Calaveras y diablitos, o sería de su hermano… no sé. Me lo llevé a casa.
Lo escuché mil veces. Disfrutaba en cada escucha. Vivía en otro planeta. Era un disco con mil canciones dentro de cada canción. Nunca la muerte me pareció tan viva. Me encantaba contar los cambios de ritmos de cada tema. Todo me atraía, desde los títulos (Surfer Calavera, Il pajarito) a los contrastes más agresivos. Disfrutaba de manera compulsiva con la bipolaridad desde el jazz al trash de El carnicero de Giles/Sueño, la efervescencia psicodélica de Sábato, la ensoñación espagueti-western de Howen, el jazz-takefive de Niño diamante. Cantaba con los ojos cerrados el estribillo de Amnesia. El tangazo de A.D.R.B. (en busca eterna) me daba vueltas la cabeza. Nada más que decir de Calaveras y diablitos que no sientas tú al escucharla. Deliciosa, irresistible. Una canción de las de quedarse a vivir. Fue motivo de tertulia mil tardes con Piñeiro, mi mejor amigo. El único que entendía en nuestro círculo que América Latina era poderosa, vigorosa, creativa. Que podíamos vivir fuera del eje Reino Unido-Estados Unidos.
Los Fabulosos Cadillacs se convirtieron (con permiso de Café Tacuba) en mi banda favorita. Conocía su pasado, o por lo menos los discos que llegaban a España. Gozaba con Rey azúcar, bailaba con Vasos vacíos, pero ninguno como Fabulosos Calavera. Los acompañé con gusto en La marcha del golazo solitario, aunque desde el segundo uno, ya sentí que el anterior disco era único. Como los temas que más me gustaban eran los firmados por Flavio Cianciarulo, seguí su carrera, pero ese pellizco ya no estaba. Me enganché a Vicentico (hasta Los pájaros), me enganché con Los rayos, pero eran otras esencias. Incluso busqué en Pez y los proyectos de Ariel Minimal. No me daba cuenta que esas canciones son producto de una banda en un estado de transformación único. Un grupo que llegaba al final de una etapa y que tenía que sacar sus demonios.
«Quien duda de nuestras canciones duda de nuestro corazón» cantaba Blades en Hoy lloré canción. Las canciones de Fabulosos Calavera fueron puro calcio para los huesos de mi esqueleto musical. Gracias, amigo Mario. Gracias Fabulosos Cadillacs.
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